viernes, 19 de febrero de 2010

Felipe de Orleans (1640-1701): la Reina Luna



A las cuatro de la mañana de la pasada noche acabé la biografía que me ocupaba desde hacía unos días. “Brother to the Sun King. Philip, Duke of Orleans”, de Nancy Nichols Barker, es un retrato ameno y lúcido de uno de los personajes menos conocidos pero más originales y más denostados del Grand Siècle. Para muchos, la mención de un mariquita con lazos en el pelo, joyas cubriendo su cuerpo y ropas y un marcado sentido de la diversión en pleno siglo XVII podría parecer imposible e incluso escandalosa para algunos. Estoy seguro de que si, además, se les afirma que este hombre era el único hermano del ciclópeo (como persona, que no físicamente) Luis XIV, se quedarían boquiabiertos.

Era Felipe hijo del complejo y acomplejado Luis XIII, quizás también él mismo homosexual, y de la charmante Ana de Austria, una de las joyas más brillantes que jamás exportaron nuestros reyes patrios; en este caso Felipe III, de quien era hija primogénita. El matrimonio había sido tal desastre desde el principio, que los esposos vivían separados física y emocionalmente desde hacía años cuando, para sorpresa de toda la corte, se anunció que la reina estaba embarazada. La concepción de Luis Diosdado, que así se llamó el Rey Sol, había sido accidental, pues se produjo una noche en la que Luis XIII tuvo que dormir en uno de los palacios de su esposa porque el mal tiempo impedía una vuelta segura a París. Como los aposentos del rey no estaban preparados, el obtuso Luis XIII tuvo que contentarse con compartir los de su esposa, con el consabido resultado. Poco más de un año después, en la Navidad de 1639, el rey se dirigió a la alcoba de la reina para dormir con ella con todo el ceremonial que el acto implicaba. Tras las bendiciones eclesiásticas, la pareja se puso manos a la obra y, nueve meses después, Ana alumbró un segundo varón para orgullo y satisfacción del rey y el país. El 21 de septiembre de 1640 venía al mundo Felipe, así llamado para honrar a su tío materno, Felipe IV, y a la memoria de su abuelo, Felipe III.

Desde el principio, al pequeño se le hizo saber su papel secundario en la corte. Él era príncipe de Francia, sí, y segundo en la sucesión al trono; y también se le concedió el título de duque de Anjou, pero siempre iba por detrás de Luis. El hermano mayor era el ojito derecho de su padre, de su madre y de toda la corte y nadie creía conveniente tener en cuenta los sentimientos que Felipe pudiese albergar al respecto. Felipe era una mera reserva biológica, y era importante que lo supiera. Era importante porque desde la época de los Valois, la existencia de un hermano menor había supuesto un alivio dinástico pero una constante fuente de problemas para la estabilidad de la monarquía. Ya con los Borbones, el hermano menor de Luis XIII, Gastón, duque de Orleans, había dado más de un quebradero de cabeza al rey con sus constantes levantamientos e intrigas.

En los primeros capítulos de la biografía, Barker se dedica a realizar un estudio psicológico de lo que sabemos de la infancia del personaje y cómo pudo haberle afectado en su estilo de vida posterior. La reina Ana siempre había querido tener una niña y, si bien Barker desmonta el mito de que la reina y el cardenal Mazarino, su valedor durante la regencia a la que tuvo que enfrentarse tras la muerte de Luis XIII en 1643, animasen a Felipe en sus tendencias homosexuales para hacer de él un ser débil y manejable y eliminar así un posible rival para Luis XIV, lo cierto es que nadie hizo nada por evitar su comportamiento. Muerto Luis XIII, que nunca había sido muy afectuoso, Felipe se vio desprovisto de una figura paterna muy pronto. Quien podía haberla sustituido, Mazarino, que sí fue un padre para Luis XIV, no tenía el menor interés por Felipe y le ignoraba. El benjamín se criaba, por tanto, en compañía de mujeres y desde su más tierna infancia mostró una tendencia innata a vestirse de mujer y a jugar con niñas. Incluso su madre se refería a él, en ocasiones, como “mi niñita”.

Es fácil entender la repercusión que esta crianza tuvo en su posterior personalidad. Además, su sentimiento de inferioridad con respecto de Luis y la certeza de saberse desplazado por éste en los afectos de todos produjo que entre ellos se engendrase una desconfianza mutua que se materializaría en una constate rivalidad en la que el eterno perdedor fue Felipe. Los hermanos se querrían mucho a lo largo de su vida y tendrían una relación bastante estrecha, pero también se temían y se odiaban inconscientemente. Felipe, aparte de la buena relación que siempre mantuvo con su madre y con las mujeres en general, se sentía más seguro con otros descastados de la corte, como su tío Gastón y la hija de éste, Ana María, la Grande Mademoiselle.

La autora nos relata su “salida del armario” a los dieciocho años, cuando, disfrazado de gitana para un baile de la corte, el delicioso conde de Guiche le saca a bailar y le azota en el culo, para gran escándalo de la corte. En la época, la homosexualidad no sólo era un pecado, si no que era de los peores y podía ser condenado con la prisión perpetua, la confiscación de bienes e incluso con la muerte. Aún así, Felipe continuó llevando su estilo de vida extravagante y ocioso. Hacía lo que le venía en gana y no dudaba en acicalarse con enormes lazos y con vistosas joyas que colocaba en sus ropas o en su espeso y cuidado pelo negro.

Pero tampoco puede culpársele a él enteramente por este comportamiento. A los diecinueve años, aún dependía totalmente de la Corona y, al contrario de lo que solía ser costumbre, ni se le había entrenado en las armas ni se le había entregado el gobierno de ninguna plaza, cosas ambas que Felipe ansiaba y pedía, sin resultado, a Luis, a Mazarino y a Ana. Sin nada mejor que hacer, el príncipe se dedicaba a pasar sus horas en interminable francachela y en compañía de pícaros y mujeres de mala reputación. Felipe, además, nunca fue un intelectual, por lo que no pudo suplir la falta de sentido que tenía su vida con una rica actividad interior. Sus intereses, aparte de las joyas, la moda y el cotilleo, eran la genealogía, la etiqueta de corte, el arte y la arquitectura, campos en los que llegó a ser un auténtico experto.

Por razón de estado, Mazarino concertó su matrimonio con una princesa inglesa. La joven, Enriqueta Ana Estuardo, de diecisiete años (él tenía veinte) era hija del trágico Carlos I, que muriera decapitado en 1649, y de la insufrible y absorbente Enriqueta María de Francia, hermana de Luis XIII y madrina de Felipe, conocido en la corte como Monsieur y duque de Orleans desde la muerte de Gastón en 1660. Felipe había mostrado un profundo deseo de casarse con Enriqueta, ya que el matrimonio le daría la posibilidad de conseguir algo de independencia económica. El arreglo fue un absoluto desastre. Bonita, aunque extremadamente delgada, muy femenina, algo frívola y muy inteligente, Monsieur y Madame eran demasiado parecidos como para ser compatibles. Además, la joven esposa flirteaba (si no algo más) abiertamente con Luis XIV, siempre dispuesto a mostrar a su hermano quién estaba por encima, y con el conde de Guiche, amante “oficial” de Felipe. Felipe, en su frustración, trataba mal a Enriqueta y en alguna ocasión llegaron a las manos o a lanzarse platos y otros objetos a la cabeza. A las rabietas de él, ella contestaba ganándose cada vez más los afectos del rey, que pronto introdujo a su cuñada en los asuntos diplomáticos relacionados con Inglaterra. Esta colaboración, que se tradujo en la firma del Tratado de Dóver (1670), no hizo sino aumentar el sentido de inutilidad y desplazamiento que sentía Felipe, a quien, por supuesto, no invitaron a participar del evento.

Con el pésimo horizonte que ofrecía su matrimonio, en un momento en que su relación con Luis era muy tensa, y justo después de haber deshecho su relación con Guiche, Felipe perdió a su madre, que había sido su mayor apoyo, en 1666. Desesperado, deprimido y pesimista, no fue difícil que Felipe cayera en las redes de un noble segundón, el caballero de Lorena, que dominó su existencia, con altibajos, hasta el final. El único solaz que el duque de Orleans encontraba era en esta relación turbulenta y poco conveniente y, naturalmente, en los hijos que Enriqueta, a pesar de todo, le iba dando puntualmente. Hubo varios abortos, pero tres hijos nacieron vivos: María Luisa, en 1662, futura esposa de Carlos II de España; Felipe, duque de Valois, nacido en 1664 y tristemente fallecido en 1666; y Ana María, que vino al mundo en 1669 y sería la esposa de Víctor Amadeo II de Saboya.

En 1670 sobreviene la desgracia. La exquisita Enriqueta cae enferma súbitamente a su regreso de Dóver y en cuestión de horas fallece. Felipe y su mujer disfrutan, en esas últimas horas, de una tardía reconciliación, con llantos, abrazos y la triste visión de un hombre acongojado que no se separa del lecho de su esposa hasta el final. De haber sobrevivido la joven quién sabe qué clase de relación habrían mantenido… En la época, siempre que alguien fallecía joven la palabra veneno se hallaba automáticamente en todas las bocas. Así, las sospechas recayeron sobre Felipe y, en mayor medida, sobre el caballero de Lorena, que se vio obligado a exiliarse en Roma.

Por la falta de sucesión masculina, el estado demanda a Felipe un nuevo sacrificio: que contraiga nuevo matrimonio. Reticente, Felipe acepta casarse con la princesa Isabel Carlota del Palatinado, apodada Liselotte en familia, celebrándose el matrimonio en 1671, cuando el duque cuenta treinta y un años y su esposa diecinueve. La joven aporta una dote miserable, no es nada agraciada, es rechoncha, torpe y poco sofisticada. Contra todo pronóstico, Felipe está encantado con su nueva esposa porque, según aventura Barker, la feminidad de él se complementa con la masculinidad de ella. Liselotte caza con el rey y le encanta el ejercicio físico vigoroso, actividades que a Felipe no le interesan lo más mínimo si no es dentro de un lecho y si ir de caza no se trata de surtir su lecho con jovencitos. Con Luis, Madame establece una estrecha relación de camaradería con la que Felipe no se siente amenazado, pues es la simpatía accesible de Liselotte la que une a su hermano y a su mujer, no una atracción sexual, como había ocurrido entre el rey y la primera Madame.

Fueron, quizás, los años 1672-1677 los más satisfactorios de la vida del biografiado. Mantiene al caballero de Lorena, que ha regresado a la corte, a su lado, y establece relaciones con un nuevo favorito, el marqués de Effiat, además de incontables encuentros esporádicos en sus noche de juerga; pero saborea una estabilidad conyugal plena que el carácter divertido y sarcástico de Liselotte ayuda a sostener. Los esposos tienen tres hijos en rápida sucesión: Alejandro, duque de Valois, que muere a los tres años en 1676, dejando a sus padres inconsolables; Felipe, duque de Chartres, nacido en 1674 y la pequeña Liselotte, nacida en 1676 y futura feliz esposa del duque Leopoldo de Lorena. Además, por primera vez en su vida, Luis XIV otorga a su hermano una responsabilidad. Nombrado comandante de una parte de los ejércitos franceses, entonces en guerra con los Aliados (Holanda, Inglaterra, el Imperio, España, etc.), Felipe participa activamente en los preparativos y en Cassel (11 de abril de 1677), contra los deseos de Luis XIV, ordena dar batalla a las tropas de Guillermo de Orange, obteniendo una victoria absoluta contra todo pronóstico. El propio Felipe participa en la batalla personalmente, infundiendo valor en sus soldados, sorprendidos de ver a su príncipe, siempre tocado con sus enormes lazos rojos, dando alaridos y blandiendo mosquete. Tras el éxito, Felipe regresa como un verdadero héroe a París, donde siempre fue más popular que su hermano, enclaustrado en la magnificencia de Versalles. Luis XIV ordena se entonen tedeums y otras oraciones de gratitud, pero siente celos de su hermano, que destaca en la carrera militar. Ni siquiera en esta ocasión, en que Monsieur ha logrado superar a su hermano en algo, se le va a dejar ganar. Luis XIV no volvió a requerir sus servicios para la guerra nunca más y Felipe se deprimió profundamente cuando, al año siguiente, sólo acudió al frente como visitante.

Habiendo cesado, de mutuo acuerdo, las relaciones sexuales con su esposa, se abre para Felipe una época oscura de depresión y abandono, en el que su lado más autodestructivo emerge acusando el golpe de una vida de frustraciones que culmina en el umbral de la madurez. Completamente en manos de sus favoritos, que le dominan, se presta a las intrigas de éstos contra la pobre Liselotte que aguanta, no sin quejas ni escenas ante el mismísimo Luis XIV, los insultos y desplantes de su marido. Tras los brillantes matrimonios de sus hijas mayores con el rey de España y el duque de Saboya respectivamente, Felipe y Liselotte se ven obligados a casar a su hijo Felipe, su niño, su orgullo, con la hija legitimada de Luis XIV, Francisca María, una niña malcriada y altanera a la que Liselotte se refería en sus cartas como “cagarruta de ratón”, en clara alusión a su origen ilegítimo y doblemente adúltero, toda una afrenta en la época, sobre todo para alguien tan consciente y celoso de su alta posición como lo eran Monsieur y Madame.

Abandonado a la bebida, la glotonería, el juego y sus amantes masculinos, cada vez más jóvenes, Felipe se convierte en un obeso abotargado, en claro contraste con la figura apuesta y la belleza de facciones de su juventud. Con el paso de los años, y aunque el caballero de Lorena sigue residiendo con ellos en el Palais Royal de París, Felipe y Liselotte logran poco a poco recobrar la camaradería que les había unido antaño. Padres amantísimos, comen y cenan en la intimidad con sus hijos y los educan ellos mismos, algo poco usual y en claro contraste con la vida pública que Luis XIV lleva para todo, incluso para los asuntos más íntimos como despertarse o ir al servicio, convertidos en todo un ritual de corte. La educación de los hijos recae sobre todo en Liselotte, pues como Felipe llega a afirmar, a él no le temen: “¡Yo no tengo autoridad sobre ellos!”

La nutrida correspondencia de Liselotte, incansable grafómana que escribía más de cuarenta cartas semanales a parientes y amigos, nos ha dejado un vívido retrato de su vida en común. En sus epístolas nos habla de las debilidades del carácter de Monsieur y de las quejas que de él tiene, pero también de los momentos tiernos y divertidos, como cuando sorprende a su marido masturbándose en la cama con una imagen de la Virgen en la mano, o cuando, para aliviar un silencio incómodo, Felipe se tira un sonoro pedo y pregunta: “¿Qué ha sido eso, Madame?”, a lo que ella responde tirándose otro y contestando “Eso es lo que ha sido, Monsieur”. La escena la cierra su hijo, el duque de Chartres, que se pee a su vez, acabando toda la familia riendo a carcajadas.

Los últimos años se ven nublados por la rabia que siente al ver a su hijo, un hombre brillante que excede en todos los campos, ya sean literarios, científicos, militares o políticos, reducido a un pelele que, como él mismo hiciera antaño, sin nada oficial que hacer, se dedica a mantener una enorme cantidad de amantes (en el caso del hijo, mujeres y, por lo general, de clase baja) y despreciar a su esposa, a la que no obstante va haciendo hija tras hija a las que el duque de Orleans adora y malcría. No así Liselotte, que nunca pudo hacerse a la idea de que la madre de sus nietas fuese la bastarda de Luis XIV. Como no podía ser de otra forma, la existencia de Felipe se cierra de nuevo en rivalidad con Luis. Durante un almuerzo, Luis recrimina a Felipe que el duque de Chartres sea infiel a su hija. A esto, Monsieur replica: “Los padres que han llevado cierta clase de vida no están en posición moral ni de ningún otro tipo para hacer reproches a sus hijos”. Luis, furioso, contesta que su hijo podría, al menos, ocultarle a su esposa sus amantes. Felipe pierde el control y espeta a su hermano que el no es el más indicado para hablar de discreción, que si ha olvidado cuando obligaba a la reina María Teresa, que era de una bondad rayana en la simpleza, a pasear en carroza con sus amantes. Furiosos el uno con el otro, Felipe vuelve a casa enrojecido de ira. Esa misma noche, mientras cena con su hijo (Liselotte estaba enferma en cama), un ataque de apoplejía le hace desplomarse. A las puertas de la muerte, una azorada Liselotte se presenta febril en la cámara de su marido, que sonriente le dice: “Tienes fiebre, vete a a descansar a tu cuarto”. Ella no se separa ni un momento de su lado. Avisado Luis XIV, éste al principio muestra reticencias a acudir al lado de su hermano, pues sigue enfadado con él. Convencido de la gravedad de la situación, llorando incansablemente y con sentimientos de culpabilidad, Luis corre a la cabecera de su hermano donde, en compañía de Liselotte y de Chartres, ve expirar a su único hermano, extravagante compañero de toda una vida y de todo un reinado, a las doce del mediodía del 9 de junio de 1701.

La figura del duque de Orleans, desde su infancia y, sobre todo, después de su muerte, ha sido vilipendiada por propios y ajenos. No sólo tenemos los testimonios de Liselotte sobre la mezquindad de la que era capaz de hacer alarde Felipe (lástima que no tengamos algo parecido de la mano de Felipe, que pudiera darnos la otra versión de la historia), sino que el duque de Saint-Simon nos ha dejado un cruel retrato en que Felipe aparece como un hombre bajito, regordete, insignificante, un maricón… el bufón de la corte. Pero la misma corte le echó mucho de menos (como reconoce el propio Saint-Simon) porque era un hombre divertido, amable y cariñoso, que nunca perdió el amor ni la confianza de sus hijos ni de sus amigos. Incluso Luis, a pesar de los celos destructivos que sentían el uno por el otro, jamás le retiró su afecto, sin que eso fuera óbice para amargarle parte de su existencia condenándole a una perpetua inactividad. En cambio, Felipe se dedicó no sólo a sus juergas, a sus joyas, a sus favoritos y a mimar a sus hijos, sino también a engrandecer el patrimonio heredado o comprado, sentando las bases para la inmensa fortuna que la dinastía engendrada por él poseería en los siglos XVIII y XIX. Dinastía que, por cierto, acabó suplantando a la primogénita por agotamiento biológico. Paradójico, teniendo en cuenta que Luis perdía la cabeza por cualquier mujer hermosa, engendrando numerosísima descendencia, y Felipe, en cambio, prefería a los jóvenes apuestos y sólo dejó un hijo varón superviviente.

Felipe fue un hombre débil, sí, pero nunca podremos saber qué clase de hombre habría llegado a ser si le hubieran dejado pulir y disfrutar de las excelentes cualidades que poseía: inteligencia, valor en el campo de batalla, lealtad… El miedo a que pudiese repetirse la historia de un segundón revoltoso y el propio sentimiento de inferioridad que sentía Felipe, provocado no sólo por su forzosa inactividad, sino también por su homosexualidad, le hicieron permanecer en la sombra, convertirse en un verdadero segundón en todo, un ectoplasma cortesano, un eterno perdedor. Pero Luis le echó en falta el resto de su vida, así como Liselotte, Chartres y el caballero de Lorena, a quien Chartres invitó a seguir residiendo en el Palais Royal además de ofrecerle una pensión anual extraída de sus propias arcas. Lorena aceptó sólo lo primero, rechazando dignamente el ofrecimiento económico. Aquí concluye la historia del hermano del Rey Sol que, como verdadera Reina Luna, sólo podía reflejarse en la luz de aquél; la historia de un hombre que se ponía lazos, cotilleaba, se perfumaba y enjoyaba como una mujer y competía por hombres con su primera esposa pero que luchó valientemente y ganó una de las mayores victorias del reinado de Luis XIV. Descanse en paz Felipe, Hijo de Francia.

1 comentario: