viernes, 19 de febrero de 2010

Felipe de Orleans (1640-1701): la Reina Luna



A las cuatro de la mañana de la pasada noche acabé la biografía que me ocupaba desde hacía unos días. “Brother to the Sun King. Philip, Duke of Orleans”, de Nancy Nichols Barker, es un retrato ameno y lúcido de uno de los personajes menos conocidos pero más originales y más denostados del Grand Siècle. Para muchos, la mención de un mariquita con lazos en el pelo, joyas cubriendo su cuerpo y ropas y un marcado sentido de la diversión en pleno siglo XVII podría parecer imposible e incluso escandalosa para algunos. Estoy seguro de que si, además, se les afirma que este hombre era el único hermano del ciclópeo (como persona, que no físicamente) Luis XIV, se quedarían boquiabiertos.

Era Felipe hijo del complejo y acomplejado Luis XIII, quizás también él mismo homosexual, y de la charmante Ana de Austria, una de las joyas más brillantes que jamás exportaron nuestros reyes patrios; en este caso Felipe III, de quien era hija primogénita. El matrimonio había sido tal desastre desde el principio, que los esposos vivían separados física y emocionalmente desde hacía años cuando, para sorpresa de toda la corte, se anunció que la reina estaba embarazada. La concepción de Luis Diosdado, que así se llamó el Rey Sol, había sido accidental, pues se produjo una noche en la que Luis XIII tuvo que dormir en uno de los palacios de su esposa porque el mal tiempo impedía una vuelta segura a París. Como los aposentos del rey no estaban preparados, el obtuso Luis XIII tuvo que contentarse con compartir los de su esposa, con el consabido resultado. Poco más de un año después, en la Navidad de 1639, el rey se dirigió a la alcoba de la reina para dormir con ella con todo el ceremonial que el acto implicaba. Tras las bendiciones eclesiásticas, la pareja se puso manos a la obra y, nueve meses después, Ana alumbró un segundo varón para orgullo y satisfacción del rey y el país. El 21 de septiembre de 1640 venía al mundo Felipe, así llamado para honrar a su tío materno, Felipe IV, y a la memoria de su abuelo, Felipe III.

Desde el principio, al pequeño se le hizo saber su papel secundario en la corte. Él era príncipe de Francia, sí, y segundo en la sucesión al trono; y también se le concedió el título de duque de Anjou, pero siempre iba por detrás de Luis. El hermano mayor era el ojito derecho de su padre, de su madre y de toda la corte y nadie creía conveniente tener en cuenta los sentimientos que Felipe pudiese albergar al respecto. Felipe era una mera reserva biológica, y era importante que lo supiera. Era importante porque desde la época de los Valois, la existencia de un hermano menor había supuesto un alivio dinástico pero una constante fuente de problemas para la estabilidad de la monarquía. Ya con los Borbones, el hermano menor de Luis XIII, Gastón, duque de Orleans, había dado más de un quebradero de cabeza al rey con sus constantes levantamientos e intrigas.

En los primeros capítulos de la biografía, Barker se dedica a realizar un estudio psicológico de lo que sabemos de la infancia del personaje y cómo pudo haberle afectado en su estilo de vida posterior. La reina Ana siempre había querido tener una niña y, si bien Barker desmonta el mito de que la reina y el cardenal Mazarino, su valedor durante la regencia a la que tuvo que enfrentarse tras la muerte de Luis XIII en 1643, animasen a Felipe en sus tendencias homosexuales para hacer de él un ser débil y manejable y eliminar así un posible rival para Luis XIV, lo cierto es que nadie hizo nada por evitar su comportamiento. Muerto Luis XIII, que nunca había sido muy afectuoso, Felipe se vio desprovisto de una figura paterna muy pronto. Quien podía haberla sustituido, Mazarino, que sí fue un padre para Luis XIV, no tenía el menor interés por Felipe y le ignoraba. El benjamín se criaba, por tanto, en compañía de mujeres y desde su más tierna infancia mostró una tendencia innata a vestirse de mujer y a jugar con niñas. Incluso su madre se refería a él, en ocasiones, como “mi niñita”.

Es fácil entender la repercusión que esta crianza tuvo en su posterior personalidad. Además, su sentimiento de inferioridad con respecto de Luis y la certeza de saberse desplazado por éste en los afectos de todos produjo que entre ellos se engendrase una desconfianza mutua que se materializaría en una constate rivalidad en la que el eterno perdedor fue Felipe. Los hermanos se querrían mucho a lo largo de su vida y tendrían una relación bastante estrecha, pero también se temían y se odiaban inconscientemente. Felipe, aparte de la buena relación que siempre mantuvo con su madre y con las mujeres en general, se sentía más seguro con otros descastados de la corte, como su tío Gastón y la hija de éste, Ana María, la Grande Mademoiselle.

La autora nos relata su “salida del armario” a los dieciocho años, cuando, disfrazado de gitana para un baile de la corte, el delicioso conde de Guiche le saca a bailar y le azota en el culo, para gran escándalo de la corte. En la época, la homosexualidad no sólo era un pecado, si no que era de los peores y podía ser condenado con la prisión perpetua, la confiscación de bienes e incluso con la muerte. Aún así, Felipe continuó llevando su estilo de vida extravagante y ocioso. Hacía lo que le venía en gana y no dudaba en acicalarse con enormes lazos y con vistosas joyas que colocaba en sus ropas o en su espeso y cuidado pelo negro.

Pero tampoco puede culpársele a él enteramente por este comportamiento. A los diecinueve años, aún dependía totalmente de la Corona y, al contrario de lo que solía ser costumbre, ni se le había entrenado en las armas ni se le había entregado el gobierno de ninguna plaza, cosas ambas que Felipe ansiaba y pedía, sin resultado, a Luis, a Mazarino y a Ana. Sin nada mejor que hacer, el príncipe se dedicaba a pasar sus horas en interminable francachela y en compañía de pícaros y mujeres de mala reputación. Felipe, además, nunca fue un intelectual, por lo que no pudo suplir la falta de sentido que tenía su vida con una rica actividad interior. Sus intereses, aparte de las joyas, la moda y el cotilleo, eran la genealogía, la etiqueta de corte, el arte y la arquitectura, campos en los que llegó a ser un auténtico experto.

Por razón de estado, Mazarino concertó su matrimonio con una princesa inglesa. La joven, Enriqueta Ana Estuardo, de diecisiete años (él tenía veinte) era hija del trágico Carlos I, que muriera decapitado en 1649, y de la insufrible y absorbente Enriqueta María de Francia, hermana de Luis XIII y madrina de Felipe, conocido en la corte como Monsieur y duque de Orleans desde la muerte de Gastón en 1660. Felipe había mostrado un profundo deseo de casarse con Enriqueta, ya que el matrimonio le daría la posibilidad de conseguir algo de independencia económica. El arreglo fue un absoluto desastre. Bonita, aunque extremadamente delgada, muy femenina, algo frívola y muy inteligente, Monsieur y Madame eran demasiado parecidos como para ser compatibles. Además, la joven esposa flirteaba (si no algo más) abiertamente con Luis XIV, siempre dispuesto a mostrar a su hermano quién estaba por encima, y con el conde de Guiche, amante “oficial” de Felipe. Felipe, en su frustración, trataba mal a Enriqueta y en alguna ocasión llegaron a las manos o a lanzarse platos y otros objetos a la cabeza. A las rabietas de él, ella contestaba ganándose cada vez más los afectos del rey, que pronto introdujo a su cuñada en los asuntos diplomáticos relacionados con Inglaterra. Esta colaboración, que se tradujo en la firma del Tratado de Dóver (1670), no hizo sino aumentar el sentido de inutilidad y desplazamiento que sentía Felipe, a quien, por supuesto, no invitaron a participar del evento.

Con el pésimo horizonte que ofrecía su matrimonio, en un momento en que su relación con Luis era muy tensa, y justo después de haber deshecho su relación con Guiche, Felipe perdió a su madre, que había sido su mayor apoyo, en 1666. Desesperado, deprimido y pesimista, no fue difícil que Felipe cayera en las redes de un noble segundón, el caballero de Lorena, que dominó su existencia, con altibajos, hasta el final. El único solaz que el duque de Orleans encontraba era en esta relación turbulenta y poco conveniente y, naturalmente, en los hijos que Enriqueta, a pesar de todo, le iba dando puntualmente. Hubo varios abortos, pero tres hijos nacieron vivos: María Luisa, en 1662, futura esposa de Carlos II de España; Felipe, duque de Valois, nacido en 1664 y tristemente fallecido en 1666; y Ana María, que vino al mundo en 1669 y sería la esposa de Víctor Amadeo II de Saboya.

En 1670 sobreviene la desgracia. La exquisita Enriqueta cae enferma súbitamente a su regreso de Dóver y en cuestión de horas fallece. Felipe y su mujer disfrutan, en esas últimas horas, de una tardía reconciliación, con llantos, abrazos y la triste visión de un hombre acongojado que no se separa del lecho de su esposa hasta el final. De haber sobrevivido la joven quién sabe qué clase de relación habrían mantenido… En la época, siempre que alguien fallecía joven la palabra veneno se hallaba automáticamente en todas las bocas. Así, las sospechas recayeron sobre Felipe y, en mayor medida, sobre el caballero de Lorena, que se vio obligado a exiliarse en Roma.

Por la falta de sucesión masculina, el estado demanda a Felipe un nuevo sacrificio: que contraiga nuevo matrimonio. Reticente, Felipe acepta casarse con la princesa Isabel Carlota del Palatinado, apodada Liselotte en familia, celebrándose el matrimonio en 1671, cuando el duque cuenta treinta y un años y su esposa diecinueve. La joven aporta una dote miserable, no es nada agraciada, es rechoncha, torpe y poco sofisticada. Contra todo pronóstico, Felipe está encantado con su nueva esposa porque, según aventura Barker, la feminidad de él se complementa con la masculinidad de ella. Liselotte caza con el rey y le encanta el ejercicio físico vigoroso, actividades que a Felipe no le interesan lo más mínimo si no es dentro de un lecho y si ir de caza no se trata de surtir su lecho con jovencitos. Con Luis, Madame establece una estrecha relación de camaradería con la que Felipe no se siente amenazado, pues es la simpatía accesible de Liselotte la que une a su hermano y a su mujer, no una atracción sexual, como había ocurrido entre el rey y la primera Madame.

Fueron, quizás, los años 1672-1677 los más satisfactorios de la vida del biografiado. Mantiene al caballero de Lorena, que ha regresado a la corte, a su lado, y establece relaciones con un nuevo favorito, el marqués de Effiat, además de incontables encuentros esporádicos en sus noche de juerga; pero saborea una estabilidad conyugal plena que el carácter divertido y sarcástico de Liselotte ayuda a sostener. Los esposos tienen tres hijos en rápida sucesión: Alejandro, duque de Valois, que muere a los tres años en 1676, dejando a sus padres inconsolables; Felipe, duque de Chartres, nacido en 1674 y la pequeña Liselotte, nacida en 1676 y futura feliz esposa del duque Leopoldo de Lorena. Además, por primera vez en su vida, Luis XIV otorga a su hermano una responsabilidad. Nombrado comandante de una parte de los ejércitos franceses, entonces en guerra con los Aliados (Holanda, Inglaterra, el Imperio, España, etc.), Felipe participa activamente en los preparativos y en Cassel (11 de abril de 1677), contra los deseos de Luis XIV, ordena dar batalla a las tropas de Guillermo de Orange, obteniendo una victoria absoluta contra todo pronóstico. El propio Felipe participa en la batalla personalmente, infundiendo valor en sus soldados, sorprendidos de ver a su príncipe, siempre tocado con sus enormes lazos rojos, dando alaridos y blandiendo mosquete. Tras el éxito, Felipe regresa como un verdadero héroe a París, donde siempre fue más popular que su hermano, enclaustrado en la magnificencia de Versalles. Luis XIV ordena se entonen tedeums y otras oraciones de gratitud, pero siente celos de su hermano, que destaca en la carrera militar. Ni siquiera en esta ocasión, en que Monsieur ha logrado superar a su hermano en algo, se le va a dejar ganar. Luis XIV no volvió a requerir sus servicios para la guerra nunca más y Felipe se deprimió profundamente cuando, al año siguiente, sólo acudió al frente como visitante.

Habiendo cesado, de mutuo acuerdo, las relaciones sexuales con su esposa, se abre para Felipe una época oscura de depresión y abandono, en el que su lado más autodestructivo emerge acusando el golpe de una vida de frustraciones que culmina en el umbral de la madurez. Completamente en manos de sus favoritos, que le dominan, se presta a las intrigas de éstos contra la pobre Liselotte que aguanta, no sin quejas ni escenas ante el mismísimo Luis XIV, los insultos y desplantes de su marido. Tras los brillantes matrimonios de sus hijas mayores con el rey de España y el duque de Saboya respectivamente, Felipe y Liselotte se ven obligados a casar a su hijo Felipe, su niño, su orgullo, con la hija legitimada de Luis XIV, Francisca María, una niña malcriada y altanera a la que Liselotte se refería en sus cartas como “cagarruta de ratón”, en clara alusión a su origen ilegítimo y doblemente adúltero, toda una afrenta en la época, sobre todo para alguien tan consciente y celoso de su alta posición como lo eran Monsieur y Madame.

Abandonado a la bebida, la glotonería, el juego y sus amantes masculinos, cada vez más jóvenes, Felipe se convierte en un obeso abotargado, en claro contraste con la figura apuesta y la belleza de facciones de su juventud. Con el paso de los años, y aunque el caballero de Lorena sigue residiendo con ellos en el Palais Royal de París, Felipe y Liselotte logran poco a poco recobrar la camaradería que les había unido antaño. Padres amantísimos, comen y cenan en la intimidad con sus hijos y los educan ellos mismos, algo poco usual y en claro contraste con la vida pública que Luis XIV lleva para todo, incluso para los asuntos más íntimos como despertarse o ir al servicio, convertidos en todo un ritual de corte. La educación de los hijos recae sobre todo en Liselotte, pues como Felipe llega a afirmar, a él no le temen: “¡Yo no tengo autoridad sobre ellos!”

La nutrida correspondencia de Liselotte, incansable grafómana que escribía más de cuarenta cartas semanales a parientes y amigos, nos ha dejado un vívido retrato de su vida en común. En sus epístolas nos habla de las debilidades del carácter de Monsieur y de las quejas que de él tiene, pero también de los momentos tiernos y divertidos, como cuando sorprende a su marido masturbándose en la cama con una imagen de la Virgen en la mano, o cuando, para aliviar un silencio incómodo, Felipe se tira un sonoro pedo y pregunta: “¿Qué ha sido eso, Madame?”, a lo que ella responde tirándose otro y contestando “Eso es lo que ha sido, Monsieur”. La escena la cierra su hijo, el duque de Chartres, que se pee a su vez, acabando toda la familia riendo a carcajadas.

Los últimos años se ven nublados por la rabia que siente al ver a su hijo, un hombre brillante que excede en todos los campos, ya sean literarios, científicos, militares o políticos, reducido a un pelele que, como él mismo hiciera antaño, sin nada oficial que hacer, se dedica a mantener una enorme cantidad de amantes (en el caso del hijo, mujeres y, por lo general, de clase baja) y despreciar a su esposa, a la que no obstante va haciendo hija tras hija a las que el duque de Orleans adora y malcría. No así Liselotte, que nunca pudo hacerse a la idea de que la madre de sus nietas fuese la bastarda de Luis XIV. Como no podía ser de otra forma, la existencia de Felipe se cierra de nuevo en rivalidad con Luis. Durante un almuerzo, Luis recrimina a Felipe que el duque de Chartres sea infiel a su hija. A esto, Monsieur replica: “Los padres que han llevado cierta clase de vida no están en posición moral ni de ningún otro tipo para hacer reproches a sus hijos”. Luis, furioso, contesta que su hijo podría, al menos, ocultarle a su esposa sus amantes. Felipe pierde el control y espeta a su hermano que el no es el más indicado para hablar de discreción, que si ha olvidado cuando obligaba a la reina María Teresa, que era de una bondad rayana en la simpleza, a pasear en carroza con sus amantes. Furiosos el uno con el otro, Felipe vuelve a casa enrojecido de ira. Esa misma noche, mientras cena con su hijo (Liselotte estaba enferma en cama), un ataque de apoplejía le hace desplomarse. A las puertas de la muerte, una azorada Liselotte se presenta febril en la cámara de su marido, que sonriente le dice: “Tienes fiebre, vete a a descansar a tu cuarto”. Ella no se separa ni un momento de su lado. Avisado Luis XIV, éste al principio muestra reticencias a acudir al lado de su hermano, pues sigue enfadado con él. Convencido de la gravedad de la situación, llorando incansablemente y con sentimientos de culpabilidad, Luis corre a la cabecera de su hermano donde, en compañía de Liselotte y de Chartres, ve expirar a su único hermano, extravagante compañero de toda una vida y de todo un reinado, a las doce del mediodía del 9 de junio de 1701.

La figura del duque de Orleans, desde su infancia y, sobre todo, después de su muerte, ha sido vilipendiada por propios y ajenos. No sólo tenemos los testimonios de Liselotte sobre la mezquindad de la que era capaz de hacer alarde Felipe (lástima que no tengamos algo parecido de la mano de Felipe, que pudiera darnos la otra versión de la historia), sino que el duque de Saint-Simon nos ha dejado un cruel retrato en que Felipe aparece como un hombre bajito, regordete, insignificante, un maricón… el bufón de la corte. Pero la misma corte le echó mucho de menos (como reconoce el propio Saint-Simon) porque era un hombre divertido, amable y cariñoso, que nunca perdió el amor ni la confianza de sus hijos ni de sus amigos. Incluso Luis, a pesar de los celos destructivos que sentían el uno por el otro, jamás le retiró su afecto, sin que eso fuera óbice para amargarle parte de su existencia condenándole a una perpetua inactividad. En cambio, Felipe se dedicó no sólo a sus juergas, a sus joyas, a sus favoritos y a mimar a sus hijos, sino también a engrandecer el patrimonio heredado o comprado, sentando las bases para la inmensa fortuna que la dinastía engendrada por él poseería en los siglos XVIII y XIX. Dinastía que, por cierto, acabó suplantando a la primogénita por agotamiento biológico. Paradójico, teniendo en cuenta que Luis perdía la cabeza por cualquier mujer hermosa, engendrando numerosísima descendencia, y Felipe, en cambio, prefería a los jóvenes apuestos y sólo dejó un hijo varón superviviente.

Felipe fue un hombre débil, sí, pero nunca podremos saber qué clase de hombre habría llegado a ser si le hubieran dejado pulir y disfrutar de las excelentes cualidades que poseía: inteligencia, valor en el campo de batalla, lealtad… El miedo a que pudiese repetirse la historia de un segundón revoltoso y el propio sentimiento de inferioridad que sentía Felipe, provocado no sólo por su forzosa inactividad, sino también por su homosexualidad, le hicieron permanecer en la sombra, convertirse en un verdadero segundón en todo, un ectoplasma cortesano, un eterno perdedor. Pero Luis le echó en falta el resto de su vida, así como Liselotte, Chartres y el caballero de Lorena, a quien Chartres invitó a seguir residiendo en el Palais Royal además de ofrecerle una pensión anual extraída de sus propias arcas. Lorena aceptó sólo lo primero, rechazando dignamente el ofrecimiento económico. Aquí concluye la historia del hermano del Rey Sol que, como verdadera Reina Luna, sólo podía reflejarse en la luz de aquél; la historia de un hombre que se ponía lazos, cotilleaba, se perfumaba y enjoyaba como una mujer y competía por hombres con su primera esposa pero que luchó valientemente y ganó una de las mayores victorias del reinado de Luis XIV. Descanse en paz Felipe, Hijo de Francia.

viernes, 12 de febrero de 2010

A Mariana de Neoburgo (1667-1740), del vulgo:


En Córdoba hay terrible ventolera;

a Granada no voy sin ser oidora;

para Jerez no soy tan gran señora.

En Sevilla hay comercio y no quisiera,

porque no me ha hecho Dios tan vendedora;

el ir a templar gaitas a Zamora

es tan malo como ir a Talavera.

En Valencia hay poquísima sustancia,

mucho arroz, flores, fuero y contrafuero

y, en fin, a todos tengo repugnancia.

Mas pues nada me cuadra (caso fiero)

una de dos: o ser delfina de Francia

o quedarme en Madrid es lo que quiero.


(Popular)
No conocen que es la reina
mundo, demonio y mujer
y, en fin, por decirlo todo,
que lo demás no lo sé,
es ser la reina de carne,
es ser el rey de papel.
(Popular)

lunes, 8 de febrero de 2010

Janis Joplin (1943-1970): Buried Alive in the Blues



Así es como la imperecedera cantante de rock se sintió muchas veces a lo largo de su vida: enterrada viva en un blues, en la tristeza. En aquella tristeza huidiza que escondían unos diáfanos ojos azules bajo la fachada de chica dura y vulgar con la que siempre pechó. Cuando decidió que quería cantar, casi nadie en su pueblo natal, empezando por su madre, hubiese creído en ella. Pero el destino quiso que fuese de otra forma y aquella niñita tejana alcanzaría cotas de fama gracias a su potente y desgarrada voz que nadie habría imaginado. Obtuvo lo que siempre había querido, pero aquello que siempre había deseado, el reconocimiento y la fama, la metieron de lleno en una vida de desenfreno que, aunque ya comenzada en su adolescencia, quizá podría haberse reconducido y no la habría acabado llevando a la tumba a la temprana edad de 27 años.


Janis Lyn Joplin nació el 19 de enero de 1943 en el St.Mary’s Hospital de Port Arthur, un pueblo de Texas dedicado a la industria petrolífera. Su padre, Seth Ward Joplin, de 33 años, era ingeniero de la Texaco y su madre, Dorothy Bonita East, de 30, era maestra en una escuela del pueblo. El pueblo había crecido gracias a la industria mayoritaria de la zona, que era la petrolífera, en la que trabajaba el padre de Janis, pero la mentalidad de sus habitantes estaba fuertemente enraizada en la cultura de posguerra de los Estados Unidos. Siguieron a Janis otros dos hijos, Laura Lee, en 1949; y Michael Ross, en 1953. Janis, nacida en una familia de clase media con una economía bastante desahogada, tuvo una infancia regalada, en la que juguetes, chucherías y mascotas no le fueron regateados por unos padres complacientes, aunque con una mentalidad muy cerrada, a fin de cuentas. Seth era más abierto, inteligente y culto que Dorothy, aunque lo ocultaba bajo una fachada de hombre taciturno. Dorothy era una buena mujer pero posesiva y estricta. Ella misma tenía buena voz y cantaba en el coro de la iglesia, inculcando a Janis esta pasión. Pero cantar fuera de una iglesia “no era decente” para una mujer.


Los problemas de Janis comenzaron en su adolescencia, cuando a los catorce años su cuerpo comenzó a cambiar y de ser una niña preciosa pasó a ser una chica algo rellenita y llena de acné. Frente al rechazo que sentía a su alrededor entre sus compañeros de clase, Janis adoptó una postura de chica dura e insensible que poco casaba con la imagen que había dado hasta aquel momento. Con su nuevo aspecto beatnik – camisa blanca de hombre, vaqueros azules, zapatos negros y el pelo descuidado – y la fama de promiscua que se ganó – según su mejor amiga de aquella época, Karleen Bennett, infundada – el rechazo fue aún mayor y Janis acusó el golpe juntándose con otros descastados y refugiándose en su pintura y en sus vinilos de las cantantes de blues Bessie Smith y Ella Fitzgerald, sus heroínas, o de Leadbelly, el genio del blues nacido en Luisiana.


Tras graduarse en el instituto de Port Arthur, Janis marchó a la universidad técnica de Lamar, donde conoció a un grupo de beatniks con los que salía de juerga y se emborrachaba constantemente, pues ya desde los dieciséis años bebía con intensidad. Aunque ya en Port Arthur había cantado en algún café, fue en la universidad cuando comenzó a subirse a escenarios a cantar blues a cambio de unas cervezas o unos whiskies. Después se trasladaría a la universidad de Austin donde, tras una breve estancia en casa de una tía, se estableció en una comuna en la que su consumo de alcohol se acentuó hasta hacer de ella una alcohólica a los 19 años y donde tuvo sus primeras relaciones sexuales con mujeres. A veces se ha exagerado el maltrato que sufrió en la universidad por parte de algunos compañeros, pero sí que es cierto que la nombraron candidata al concurso de “Hombre más feo de la universidad”.


En 1963 se marchó a San Francisco, donde vivió en North Beach, epicentro de la escena beatnik, y en el Haight Ashbury, donde se gestaba la nueva oleada hippie que se avecinaba. Su consumo de alcohol y drogas aumentó en tal medida, que asustada por el estado mental en el que el speed la estaba dejando, decidió seguir el consejo de su madre y volvió a la universidad de Texas, viviendo en casa de sus padres. Comenzó a vestirse de forma sobria y se peinaba con un sencillo moño en la cabeza, carteándose con un chico con el que se había prometido y en el que confiaba para que la sacase de la infelicidad en la que vivía. Pero el tal prometido no era más que un cara dura que se aprovechaba de ella y de varias más, algunas de las cuales, con peor fortuna, habían quedado embarazadas. Harta de todo y decidida a que “si no podía ser, pues no sería”, Janis aceptó la propuesta de su amigo Chet Helms, a quien conocía de la universidad y que organizaba eventos musicales y luminotécnicos en el Haight Ashbury, de que marchase con él a San Francisco.


Así, a pesar de la fuerte desaprobación de su madre y de la tristeza de su padre, Janis se marchó a San Francisco otra vez, donde poco después de llegar pasó a formar parte de uno de los grupos psicodélicos de la zona, el Big Brother & the Holding Company, integrado por Sam Andrew (guitarra), James Gurley (guitarra), Peter Albin (bajo) y Dave Getz (batería). Janis pasó de sus melancólicos blues al rock psicodélico con suma rapidez y se sentía en familia con los miembros de su grupo (con el tiempo Sam Andrew sería uno de sus más íntimos amigos y mantendría relaciones sexuales con todos ellos excepto con Albin, con quien no se entendía). Sus actuaciones en el Avalon Ballroom y en el Fillmore eran espectaculares y todo el mundo comentaba la voz de aquella jovencita salida de un pueblo retrógrado de Texas. Su actuación en el famoso Festival Pop de Monterrey de 1967 fue mítica y la crítica se volcó en Janis. Y ese fue el problema. Todo el mundo hablaba de Janis Joplin y “su inapropiada banda”. Los críticos consideraban a Big Brother un grupo de chavales drogados y poco inmersos en el mundo de la música. Comenzó a haber tensiones en el grupo, según algunos fomentadas por Albert Grossman, su nuevo manager, que también lo era de Bob Dylan y Peter, Paul and Mary. Después de dos discos Big Brother & the Holding Company (1967) y Cheap Thrills (1968), el grupo se separó poco después de salir al mercado el segundo, a pesar de que fue un rotundo éxito. De esta época nos queda un maravilloso legado en las intensas Ball and Chain, Piece of My Heart y Summertime.


Tras la separación de Big Brother – Sam Andrew se fue con ella – Janis creó una nueva banda que sostuviese un papel secundario en sus actuaciones. La nueva banda, que fue conocida como la Kozmic Blues Band, nunca llegó a tener un nombre oficial. Con ellos iría al legendario festival de Woodstock en agosto de 1969, cuando ya su adicción a la heroína era grave. Su actuación, sin ser un absoluto desastre, la deprimió muchísimo. Cansada, colocada y casi afónica en algunas canciones, llegó a casa deprimida y exhausta. La banda no estaba bien cohesionada y Janis no se sentía en familia, como le había sucedido con Big Brother. En septiembre de 1969 salió su nuevo disco, I’ve Got Dem Ol’ Kozmic Blues Again Mama! que contenía canciones que la hicieron muy famosa a pesar de las disensiones de la banda y en las que su poderosa voz actúa magnéticamente como Try (Just a Little Bit Harder), One Good Man y su versión de Little Girl Blue, popularizada por Nina Simone.



Pronto formó una nueva banda que se llamó The Full Tilt Boogie Band y con la que congenió a la perfección. Decidida a cambiar de vida – incluso prometió a sus padres que después de sacar su próximo disco se retiraría un par de años de la música – Janis dejó de consumir heroína, aunque sus cigarrillos Marlboro y el whisky Southern Comfort seguían siendo sus eternos compañeros. Había conocido a un chuleta de buena familia que la utilizaba, Seth Morgan, y con el que desacertadamente se prometió en matrimonio resuelta a tener “un buen hombre, una casita con jardín y cerca blanca y un montón de críos”, según sus propias palabras. A finales de junio de 1970 hizo una gira con otros grupos, como los Grateful Dead o The Band, por Canadá en un viaje que se llamó Festival Express. Allí dejó atónitos a los espectadores con sus potentísimas canciones Tell Mama! y Cry Baby en las que volvió a expresar la misma fuerza de siempre. Pero las contorsiones a las que el público se había acostumbrado prácticamente no aparecieron. Janis apareció con unos kilos de más y con una actitud algo cansada. Ese último año había “creado” un personaje extravagante, Pearl, nombre con el que algunos la conocían y que era una borracha propensa a lanzar tacos a diestro y siniestro y que siempre iba con coloridas plumas de colores en la cabeza y unas enormes gafas de lente morada.


Tras la gira Janis y la Full Tilt comenzaron la grabación de su disco. Casi al mismo tiempo, y por mediación de su amante Peggy Caserta, que siempre se ha sentido culpable por ello, Janis volvió a consumir heroína. En los primeros días de octubre se habían completado las canciones Me and Bobby McGee y Mercedes Benz, y la banda había tenido tiempo para grabar una felicitación de cumpleaños para John Lennon el 3 de octubre y al día siguiente estaba programado que grabasen Buried Alive in the Blues, la última canción del disco que quedaba por grabar. Esa tarde la banda salió a beber unas copas para celebrar lo bien que iban con la grabación. Esa noche Janis había quedado con Seth Morgan y Peggy Caserta para hacer un trío, pero los dos decidieron no acudir a la cita. Janis, harta de esperar y ebria, se metió un chute de una heroína muy pura que había conseguido y se bajó a la recepción del hotel Landmark en el que se alojaba casi siempre que iba a Los Ángeles y compró tabaco antes de charlar un rato con el recepcionista. Después volvió a subir a su habitación y tras colocar el tabaco en la mesilla de noche cayó al suelo muerta con el dinero del cambio aún en la mano. Era la noche del 4 de octubre de 1970 y no la encontraron hasta algunas horas después, cuando sus compañeros se sorprendieron por no haberla visto aún. Janis fue incinerada y sus cenizas arrojadas al Pacífico en la bahía de San Francisco, tal como estipulaba en su testamento. Dejaba su extensa herencia a sus padres, hermanos y algún amigo y dejaba además 2500 dólares para que sus amigos celebrasen una fiesta en su honor, lo que hicieron colgando un cartel en la puerta que rezaba “Drinks are on Pearl” (Invita Pearl). Fueron muchos los que la lloraron (sobre todo después de que Jimi Hendrix hubiese muerto apenas un par de semanas antes que ella, muerte que afectó muchísimo a Janis) y muchos somos los que aún la lloramos. En 1971 salió su disco póstumo Pearl, que alcanzó el número uno en Estados Unidos durante varias semanas con la canción Me and Bobby McGee, escrita por Kris Kristofferson, que había sido amante y amigo de Janis.


Cantante de rock en una época en la que esa profesión estaba casi exclusivamente reservada a los hombres, alcohólica, drogadicta, bisexual, promiscua y de trato vulgar, la leyenda no ha querido que otras facetas de su vida, como su amabilidad, amplia cultura, escritura refinada y preocupación por los demás hayan salido a la palestra. Conoció a todos los grandes de su época e incluso se fue a la cama con varios de ellos – Jimi Hendrix, Joe Namath, Kris Kristofferson, Country Joe McDonald, Howard Hesseman, Bob Seidemann, Leonard Cohen y todos los miembros de la banda Blue Cheer. También se le atribuyen amoríos con Jim Morrison, con quien tuvo una discusión en la que acabó lanzándole una botella a la cabeza; Dick Cavett, el presentador del famoso programa de tertulias de los años 60-70; Eric Clapton y la cantante Janis Ian, a quien sin duda protegió como si de una hermana mayor se tratase, llevándola de compras y prohibiéndole asistir a fiestas en las que hubiese drogas duras.


Janis Lyn Joplin fue muchas cosas pero, por encima de todo, fue una gran cantante, con una voz de una potencia fuera de lo común. El escenario era su hábitat natural, el único sitio en el que nunca se sintió una extraña, sino todo lo contrario. Su fachada tímida muchas veces desaparecía con la sola mención de una próxima actuación. Sus gritos, muecas y aspavientos enardecían al público y abrió las puertas a muchas cantantes posteriores, como Crissie Hynde, Patti Smith o Courtney Love. Ninguna frase resumiría su vida de soledad interior como una que ella misma pronunció: “Cuando estoy en el escenario hago el amor con 25,000 personas; después me voy a casa sola”.

domingo, 7 de febrero de 2010

Margarita Tudor (1489-1541): la aventura de vivir


La historia que os traigo hoy es la de una mujer menuda y obesa, una dama sin duda adelantada a su tiempo: Margarita Tudor (1489-1541), hija, hermana, esposa, madre y abuela de reyes que vivió su vida tal y como quiso en una época en la que esto estaba completamente vetado a las mujeres.


Vino al mundo Margarita Tudor el 28 de noviembre de 1489 en el palacio de Westminster, Londres, siendo la segunda hija del matrimonio formado por el rey Enrique VII de Inglaterra y su esposa Isabel de York. Tenían los reyes ingleses ya un hijo varón, Arturo, y a Margarita seguirían otros cinco: Enrique, Isabel, María, Edmundo y Catalina, aunque sólo Enrique, futuro Enrique VIII y María, futura reina de Francia y duquesa de Suffolk, sobrevivirían a la infancia.


Siendo aún Margarita muy joven, su padre había comenzado a forjar para ella una ventajosa alianza matrimonial con el rey Jacobo IV de Escocia. El casamiento aportaría a Margarita, perteneciente a una dinastía recién nacida, el título de reina, y legitimaría así definitivamente la instauración de Enrique VII en el trono inglés, que había ganado por las armas en la batalla de Bosworth (1485). Además, con el matrimonio escocés Enrique VII pretendía ganarse la amistad del país vecino, objetivo que al final no se lograría. Como tampoco se lograría la felicidad conyugal de la pareja.


En cuanto Margarita fue núbil se celebraron los esponsales por poderes y se la envió a su patria de adopción. La joven no contaba aún 14 años cuando contrajo matrimonio con un hombre de 30 el 8 de agosto de 1503 en la abadía de Holyrood. Al principio el matrimonio fue feliz. Margarita admiraba la edad y experiencia de su mujeriego esposo, que durante algún tiempo olvidó sus escarceos nocturnos obnubilado, como estaba, por la novedad. A él le gustaba su esposa, que era rellenita, como marcaban los cánones de la época; tenía una hermosa cara y grandes pechos, a pesar de su tierna edad.


Su primer hijo nació en 1507, cuando Margarita contaba 17 años. El pequeño príncipe fue llamado Jacobo, por su padre, pero moriría apenas un año después. Los padres estaban destrozados, pero esta pena no hizo sino aumentar las diferencias que ya habían comenzado a surgir entre los esposos. En 1508 una hija nació muerta, y también murió en la cuna el hijo nacido en 1509, Arturo. Por aquel entonces el matrimonio era un completo fracaso y Jacobo y Margarita decidieron no dormir juntos durante una temporada. A partir de entonces tendrían hijos sí, pero sólo por deber, no por placer. El 15 de abril de 1512 nacía Jacobo, el único de sus hijos que llegaría a la edad adulta y de quien su padre estaba absolutamente orgulloso. Más tarde, ese mismo año, Margarita perdería otra niña.


En 1513, después de años de tensiones, estalló la guerra entre Escocia e Inglaterra, gobernada por Enrique VIII, el hermano menor de Margarita. La batalla de Flodden tuvo lugar el 9 de septiembre de 1513. Jacobo IV murió en batalla y su hijo Jacobo, de 17 meses, se convirtió en rey con el nombre de Jacobo V. Margarita, embarazada de nuevo, se convirtió en una joven regente de 24 años.


Ya incluso antes de la muerte del rey de Escocia, Margarita había venido manteniendo una relación, más o menos oculta, con Archibaldo Douglas (1489-1557), conde de Angus. Muchos llegaron a pensar que el príncipe Alejandro, nacido en 1514 y que se tuvo como hijo póstumo de Jacobo IV, era en realidad hijo de Angus. Tan sólo tres meses después del nacimiento de Alejandro, Margarita se casó con su amante, perdiendo su derecho a ser regente, pues ya no era Reina Viuda, y el favor del pueblo, siempre compasivo con una joven viuda pero nunca con una mujer enamorada.


Juan Estuardo, duque de Albany, un primo del difunto rey, le arrebató el poder y Margarita y su flamante marido se vieron obligados a buscar ayuda en la Corte de Inglaterra. Mientras gozaba del favor de Enrique VIII, Margarita no cesó de intrigar, cambiando su alianza con los ingleses por las tendencias francófilas de Albany, en un intento por retomar el poder. Margarita escribió a Albany secretamente y éste la autorizó a regresar pero como Reina Madre, no como Reina Regente. El astuto Albany creyó mucho más sensato apaciguar a la apasionada Margarita y tenerla vigilada en Escocia que no intrigando a sus anchas en la Corte de su beligerante hermano.


En 1515, y aún en suelo inglés, nació su hija Margarita Douglas, que se criaría en la Corte de Enrique VIII, y poco después fallecía el pequeño Alejandro sobre quien siempre ha pesado la duda de la bastardía. Por aquel entonces su matrimonio con Angus era también un desastre, pues su segundo marido era infiel constantemente y la maltrataba públicamente, por lo que Margarita pronto comenzó a buscarse sus propios amantes. Mientras tanto su hijo Jacobo, el pequeño rey de Escocia, era trasladado por aquellos que se decían sus protectores de un castillo a otro con el fin de alejarlo de sus obligaciones, que, por ser tan niño, aún seguían siendo pocas. Su objetivo era hacer de él un hombre indolente y perezoso que fuese fácil de gobernar. En 1526 Jacobo V fue detenido en el castillo de Falkland y Margarita se puso manos a la obra para sacarlo de allí. Incluso llegaría a vender algunas de las joyas que le había legado su madre y que habían sobrevivido a su extravagante y derrochador estilo de vida. Pero cada vez más nerviosa por el pésimo negocio que había realizado al casarse con el ambicioso pero estúpido y violento Angus, pronto se olvidó de los problemas de su hijo y se centró en conseguir una anulación matrimonial que salvaguardase la fortuna y la posición de su hija Margarita.


Por aquel entonces ya estaba inmersa en una nueva relación amorosa con Enrique Estuardo (1500-1558), Lord Methven, once años menor que ella y miembro de una rama secundaria de la Casa Real de Escocia. En enero de 1528 consiguió por fin la ansiada anulación de su matrimonio con Angus, y apenas dos meses después, refugiada en la Corte de su hermano Enrique, se casó con Methven. Probablemente a finales de aquel año nació la única hija de aquel matrimonio y última de Margarita, Dorotea, que moriría niña en Londres, donde se criaba.


En aquel mismo año de 1528 Jacobo V consiguió escapar de Falkland, comenzando su reinado efectivo a la edad de 16 años. En 1529 haría abuela a Margarita a la edad de 39 años, al dar a luz Isabel Shaw a un hijo bastardo, Jacobo Estuardo, que sería abad de Kelso y Melrose.


Debido a las malas relaciones entre Escocia e Inglaterra, Margarita Tudor trató de organizar un encuentro entre Jacobo V y Enrique VIII en 1534, pero Jacobo la acusó de traicionar su confianza y desvelar secretos de Estado y dejó de confiar en ella. En 1535 Margarita pidió permiso a su hijo para pedir la anulación matrimonial de su matrimonio con Methven, que también había acabado en un auténtico fiasco. Jacobo, atónito por la forma de vida excéntrica, escandalosa y disoluta que llevaba su madre, se negó en rotundo. A principios de 1536 abandonó a Methven, fugándose al castillo de Stirling con un amante adolescente cuya identidad se desconoce. En abril de aquel mismo año, el comportamiento de su hija Margarita, de 21 años, también dio lugar a un nuevo escándalo. Se descubrieron sus planes de boda y sus relaciones íntimas con Tomás Howard, un tío de la reina Ana Bolena, que ya había caído en desgracia. Como todo este asunto se llevó a cabo a espaldas de Enrique VIII, la joven pareja fue encerrada en la Torre de Londres. Margarita Tudor escribió a su hermano implorándole liberase a su hija, pero éste ni se dignó a contestar, pues consideraba que eran los pésimos ejemplos que ella había dado a su hija con su desordenada vida los que habían llevado a la joven a actuar de aquella forma. Enrique VIII accedería a liberar a Margarita Douglas sólo después de que ésta se lo rogase y acusase a Howard de haberla engañado, jurando además que su unión no se había consumado sexualmente, algo más que probablemente incierto. Howard moriría de inanición en la Torre un año después.


En 1537, con motivo del matrimonio de Jacobo V con la princesa Magdalena de Francia, Margarita Tudor fue forzada a regresar al lado de Methven, para mantener el decoro en la Corte de Escocia. Tras asistir a los esponsales de su hijo, Margarita y su marido se retiraron al castillo de Methven, donde gozaron de una reconciliación tardía. Margarita había engordado cada vez más, hasta convertirse en una obesa que se acatarraba con facilidad. Padeció úlceras parecidas a las que sufriera Enrique VIII, muy dolorosas e insoportablemente malolientes. Comenzó a beber en exceso y su hijo Jacobo acabó por no tratarla. Murió en el castillo de Methven el 18 de octubre de 1541. Un mes después habría cumplido 52 años.


Su marido, Lord Methven, reincidiría en matrimonio tres años después, casándose con una prima, Juana Estuardo. Jacobo V moriría un año después que su madre, a los 30 años, apenas unos días después de que naciese su hija, la trágica María Estuardo, que le sucedió inmediatamente. En cuanto a la otra hija, Margarita Douglas, tras un nuevo escándalo amoroso con otro Howard en 1541, casaría en 1544 con el noble escocés Mateo Estuardo, conde de Lennox, con quien tuvo dos hijos varones supervivientes. El mayor, Enrique, el famoso Lord Darnley, casaría con su prima María Estuardo, perpetuándose en este matrimonio las Casas Reales de Escocia e Inglaterra.


Margarita Tudor fue sin duda una mujer egoísta, violenta, irresponsable y extravagante. Sin embargo, su figura se vio empañada en gran medida por haber nacido mujer. Tal vez un hombre igual de aguerrido habría tenido mejor fortuna a los ojos de sus contemporáneos y de la posteridad. Margarita vivió como quiso, aunque a veces por razones económicas tuviera que contentarse con lo que su hijo o su hermano le imponían; y amó como quiso. Tuvo, como sus hermanos Enrique y María una personalidad sensual y divertida siempre dispuesta a buscar nuevos entretenimientos para no aburrirse. Júzguesela como se quiera, porque lleva un porrón de años muerta y en realidad ya no importa, pero no se puede negar que nos hallamos ante una figura fascinante


Eduardo Haro Ibars (1948-1988): crónica de un desquiciado muy lúcido



Acabo de releer la biografía “Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído”, de J. Benito Fernández y se me queda peor sabor de boca que la vez anterior. Y no porque la biografía sea mala. Todo lo contrario. La labor de sabueso de Fernández es encomiable y merecedora de la posición del libro como finalista en el XXXIII Premio Anagrama de Ensayo (2005), en que fue desbancado por “Las malas pasadas del pasado”, de Manuel Cruz, que no he leído.

La razón de mi destemplanza se debe a la figura de tamaño personaje, recordado, erróneamente, como poeta insignia de la tan traída y llevada Movida, pero mejor articulista y, sobre todo, gamberro, macarra y juerguista excesivo y violento. La biografía, en su prodigalidad de detalles y anécdotas, nos adentra en un mundo oscuro de sexo sin tapujos, jeringuillas, provocaciones, hostias, crisis de identidad, rock & roll, sida, etc. capaz de atrapar al lector por la cercanía temporal y la posibilidad de identificarse, a ratos, con un personaje que hizo del exceso su religión particular.




A lo largo del recorrido biográfico, uno puede contagiarse del anhelo de libertad que es el periplo vital del poeta. Fernández realiza un descorazonador retrato de un personaje y su época; época peligrosa y llena de claroscuros en la que el ansia de libertad propició que el reto de algunos jóvenes de su generación y de la inmediata no fuese aprobar un examen, encontrar trabajo o casarse, sino sobrevivirse a sí mismos. Es éste un perturbador relato plagado de personas creativas y desorientadas que se destruyeron, quizás, porque era “lo que tocaba” después de muchos años de excesos.

Un ser especial desde su más tierna infancia, Haro Ibars devoraba libros y escribía de forma tan compulsiva y obsesiva, que pronto se le identificó como intelectual y su propio padre, el famoso periodista Eduardo Haro Tecglen, llegó a decir de él que era "un grafómano”. Con el padre, el poeta mantuvo una relación peculiar, sin duda propiciada por el distanciamiento que aquél imponía, en la que amor y odio y provocación y deseos de ser reconocido se alternaban constantemente. Con la madre, Pilar Yvars (que era el verdadero apellido y que Eduardo, harto de que se lo cambiaran por Ibars, con i latina y be, decidió no utilizar) la relación fue más cercana y cariñosa, aunque nunca basada en el modelo familiar tradicional.

Abiertamente bisexual en una época en la que muchos no se atrevían ni a respirar casi, Haro Ibars llegó a definirse a sí mismo en cierta ocasión como “homosexual, drogadicto y delincuente”. La biografía nos transporta del Madrid natal del poeta al Tánger dorado de su adolescencia, donde Eduardo vivió algunas de las experiencias más felices de su vida y lugar al que volvía siempre que podía. Después, vuelta a Madrid y recorridos por el resto de España (sobre todo por Asturias) y parte del extranjero. Obsesionado con el mundo de la noche, los demonios, los vampiros y la sangre, Eduardo llega a conjurar a los espíritus y a echar males de ojo en verdaderos rituales que organiza con sus amigos, flamante en su papel de moderno nigromante. Pero no todas sus reuniones eran tan “inocentes”: a veces inhalan insecticidas u organizan auténticas orgías, en las que todos buscan transgredir las normas impuestas por una sociedad catolicona y asfixiante que, a medida que avanzan los años del Generalísimo, amenaza con desmoronarse.

Desprovisto de trabajo y domicilio fijos, Haro Ibars vive a veces de la generosidad de su madre; otras, de la paciencia de los amigos. Bebe hasta perder el conocimiento y pega a novios y novias por igual. Desde los amores de juventud, como Iván Llanes o Elsa Villarroel, hasta los de sus últimos años, como Blanca Uría Meruéndano o Ángel Luis Martínez Lirio, pasando por el asturiano Juan Ángel Fernández Castro, Haro Ibars se enzarza en relaciones cada vez más extrañas, exigentes, violentas y asociales, pechando orgulloso con su negra aureola de enfant terrible mientras vislumbra, y casi anhela, el final trágico que le espera. “Yo sé que voy a morir a los cuarenta años”, le dijo a Blanca Uría, su musa y babirusa, al conocerla en 1979. ¡Qué puntería! Casi profética para alguien que tanto creía en los temas astrológicos y en las cartas del tarot.

Por su vida pasan grandes amigos, muchos de ellos dedicados, como él, al mundo de la cultura o del arte, como Mariano Antolín Rato y su mujer María Calonje, Fernando Sánchez Dragó, Leopoldo María Panero (que se enamoró de él y con quien acabó teniendo una turbulenta relación en la que venció el odio), Luis Antonio de Villena, Jaime Urrutia o Javier Gurruchaga, estrambótico cantante de la Orquesta Mondragón, para la que Eduardo Haro Ibars fue letrista.

Y en los ochenta; de lleno en la heroína. Convive con Blanca Uría y, a ratos, con Lirio, el tercer ángulo del trío. En 1985 da negativo en el test de VIH, pero, incapaz de abandonar su vicio, que le ha atrapado de lleno, su deterioro físico y moral pronto evidenciarán que ha contraído el virus y que ha desarrollado la tan temida enfermedad: el sida, el “cáncer de los gays”. Para sus detractores debió ser hasta poético que él, precursor del movimiento gay en España; él, que fue el primero en hablar de lo “gay” abiertamente en su libro “Gay Rock” (1975); él, que se había paseado por Madrid con quien le había dado la gana, muriese precisamente de esa enfermedad. Pero no fue el único. El sida también se llevó a su hermano Eugenio (1991), a Blanca (1996), a Pepe Risi, a Cucha Salazar, etc.

En la biografía colaboró exhaustivamente Pilar Yvars Tecglen (1923- ), la madre del finado, para quien la tarea debió resultar muy dura, pues de los seis hijos a los que dio a luz, sólo dos, María Pilar (1951- ) y Paloma (1955- ), siguen con vida. Alberto Haro Yvars (1964-1987) murió de la enfermedad de Hodgkin; Marina (1962-1989) se suicidó y Eduardo (1948-1988) y Eugenio (1957-1991), murieron de sida tras una vertiginosa existencia. Un balance sobrecogedor, sobre todo teniendo en cuenta que uno de los dos hijos que Eduardo Haro Tecglen (1924-2005) adoptó con su segunda esposa, Concha Barral, Jonathan (1982-2006), se suicidó no hace mucho lanzándose al vacío desde el tristemente célebre viaducto de Madrid.

“Los pasos del caído” no es sólo la biografía de un poeta maldito (o “maldecido”, como decía él) sino el retrato de un Madrid muy cercano en el tiempo, de vívida memoria pero lejano tacto, en el que pijos sin oficio ni beneficio, obreros pluriempleados, ejecutivos trabajadores y zombis sin rumbo compartían el mismo territorio paladeando, cada uno a su manera, el ansiado goce de la prometida libertad.







Quiero cerrar esta entrada con el poema que le escribió Haro Ibars a una de sus amantes, Nieves Almazul, titulado “Pecados más dulces que un zapato de raso”, que Gabinete Caligari trocó en pegadiza canción de la Movida:

Gula de tu vientre satinado;


envidia de tu sudor, que emana de ti;


avaricia de tus miradas;


ira de saberte lejos;


soberbia de que me hayas


elegido;


pereza de vivir sin ti.


Y -sobre todo-: lujuria,


lujuria abrasadora que


me hace desear la vida entera


cuando estoy contigo.


Fotografía: Eduardo Haro Ibars y Lirio (Alberto García Alix)
Bibliografía de Eduardo Haro Ibars:
Gay Rock, Ediciones Júcar, Madrid, 1975.
De qué van las drogas, La Piqueta, Madrid 1978.
Pérdidas blancas, Libros Dante, Madrid, 1978.
Empalador, La Banda de Moebius, Madrid, 1980.
Sex Fiction, Hiperión, Madrid, 1981.
En rojo, Libertarias, Madrid, 1985.
El polvo azul (Cuentos del nuevo mundo eléctrico), Libertarias, Madrid, 1985.
El libro de los héroes, Arnao, Madrid, 1985.
Intersecciones, Libertarias, Madrid, 1991.
Intersecciones, Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1991.
Obra poética, Huerga y Fierro, Madrid, 2001.
Varios autores, Sueños de la razón, Titanic, Madrid, 1978.

viernes, 5 de febrero de 2010

Inauguración

Queda oficialmente inaugurado mi nuevo blog. Como todos mis intentos de recuperar la contraseña de mi anterior blog, de igual nombre, han resultado infructíferos, voy a copiar los tres o cuatro artículos que ya publiqué.

Bienvenidos.

Gonzalo