domingo, 7 de febrero de 2010

Eduardo Haro Ibars (1948-1988): crónica de un desquiciado muy lúcido



Acabo de releer la biografía “Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído”, de J. Benito Fernández y se me queda peor sabor de boca que la vez anterior. Y no porque la biografía sea mala. Todo lo contrario. La labor de sabueso de Fernández es encomiable y merecedora de la posición del libro como finalista en el XXXIII Premio Anagrama de Ensayo (2005), en que fue desbancado por “Las malas pasadas del pasado”, de Manuel Cruz, que no he leído.

La razón de mi destemplanza se debe a la figura de tamaño personaje, recordado, erróneamente, como poeta insignia de la tan traída y llevada Movida, pero mejor articulista y, sobre todo, gamberro, macarra y juerguista excesivo y violento. La biografía, en su prodigalidad de detalles y anécdotas, nos adentra en un mundo oscuro de sexo sin tapujos, jeringuillas, provocaciones, hostias, crisis de identidad, rock & roll, sida, etc. capaz de atrapar al lector por la cercanía temporal y la posibilidad de identificarse, a ratos, con un personaje que hizo del exceso su religión particular.




A lo largo del recorrido biográfico, uno puede contagiarse del anhelo de libertad que es el periplo vital del poeta. Fernández realiza un descorazonador retrato de un personaje y su época; época peligrosa y llena de claroscuros en la que el ansia de libertad propició que el reto de algunos jóvenes de su generación y de la inmediata no fuese aprobar un examen, encontrar trabajo o casarse, sino sobrevivirse a sí mismos. Es éste un perturbador relato plagado de personas creativas y desorientadas que se destruyeron, quizás, porque era “lo que tocaba” después de muchos años de excesos.

Un ser especial desde su más tierna infancia, Haro Ibars devoraba libros y escribía de forma tan compulsiva y obsesiva, que pronto se le identificó como intelectual y su propio padre, el famoso periodista Eduardo Haro Tecglen, llegó a decir de él que era "un grafómano”. Con el padre, el poeta mantuvo una relación peculiar, sin duda propiciada por el distanciamiento que aquél imponía, en la que amor y odio y provocación y deseos de ser reconocido se alternaban constantemente. Con la madre, Pilar Yvars (que era el verdadero apellido y que Eduardo, harto de que se lo cambiaran por Ibars, con i latina y be, decidió no utilizar) la relación fue más cercana y cariñosa, aunque nunca basada en el modelo familiar tradicional.

Abiertamente bisexual en una época en la que muchos no se atrevían ni a respirar casi, Haro Ibars llegó a definirse a sí mismo en cierta ocasión como “homosexual, drogadicto y delincuente”. La biografía nos transporta del Madrid natal del poeta al Tánger dorado de su adolescencia, donde Eduardo vivió algunas de las experiencias más felices de su vida y lugar al que volvía siempre que podía. Después, vuelta a Madrid y recorridos por el resto de España (sobre todo por Asturias) y parte del extranjero. Obsesionado con el mundo de la noche, los demonios, los vampiros y la sangre, Eduardo llega a conjurar a los espíritus y a echar males de ojo en verdaderos rituales que organiza con sus amigos, flamante en su papel de moderno nigromante. Pero no todas sus reuniones eran tan “inocentes”: a veces inhalan insecticidas u organizan auténticas orgías, en las que todos buscan transgredir las normas impuestas por una sociedad catolicona y asfixiante que, a medida que avanzan los años del Generalísimo, amenaza con desmoronarse.

Desprovisto de trabajo y domicilio fijos, Haro Ibars vive a veces de la generosidad de su madre; otras, de la paciencia de los amigos. Bebe hasta perder el conocimiento y pega a novios y novias por igual. Desde los amores de juventud, como Iván Llanes o Elsa Villarroel, hasta los de sus últimos años, como Blanca Uría Meruéndano o Ángel Luis Martínez Lirio, pasando por el asturiano Juan Ángel Fernández Castro, Haro Ibars se enzarza en relaciones cada vez más extrañas, exigentes, violentas y asociales, pechando orgulloso con su negra aureola de enfant terrible mientras vislumbra, y casi anhela, el final trágico que le espera. “Yo sé que voy a morir a los cuarenta años”, le dijo a Blanca Uría, su musa y babirusa, al conocerla en 1979. ¡Qué puntería! Casi profética para alguien que tanto creía en los temas astrológicos y en las cartas del tarot.

Por su vida pasan grandes amigos, muchos de ellos dedicados, como él, al mundo de la cultura o del arte, como Mariano Antolín Rato y su mujer María Calonje, Fernando Sánchez Dragó, Leopoldo María Panero (que se enamoró de él y con quien acabó teniendo una turbulenta relación en la que venció el odio), Luis Antonio de Villena, Jaime Urrutia o Javier Gurruchaga, estrambótico cantante de la Orquesta Mondragón, para la que Eduardo Haro Ibars fue letrista.

Y en los ochenta; de lleno en la heroína. Convive con Blanca Uría y, a ratos, con Lirio, el tercer ángulo del trío. En 1985 da negativo en el test de VIH, pero, incapaz de abandonar su vicio, que le ha atrapado de lleno, su deterioro físico y moral pronto evidenciarán que ha contraído el virus y que ha desarrollado la tan temida enfermedad: el sida, el “cáncer de los gays”. Para sus detractores debió ser hasta poético que él, precursor del movimiento gay en España; él, que fue el primero en hablar de lo “gay” abiertamente en su libro “Gay Rock” (1975); él, que se había paseado por Madrid con quien le había dado la gana, muriese precisamente de esa enfermedad. Pero no fue el único. El sida también se llevó a su hermano Eugenio (1991), a Blanca (1996), a Pepe Risi, a Cucha Salazar, etc.

En la biografía colaboró exhaustivamente Pilar Yvars Tecglen (1923- ), la madre del finado, para quien la tarea debió resultar muy dura, pues de los seis hijos a los que dio a luz, sólo dos, María Pilar (1951- ) y Paloma (1955- ), siguen con vida. Alberto Haro Yvars (1964-1987) murió de la enfermedad de Hodgkin; Marina (1962-1989) se suicidó y Eduardo (1948-1988) y Eugenio (1957-1991), murieron de sida tras una vertiginosa existencia. Un balance sobrecogedor, sobre todo teniendo en cuenta que uno de los dos hijos que Eduardo Haro Tecglen (1924-2005) adoptó con su segunda esposa, Concha Barral, Jonathan (1982-2006), se suicidó no hace mucho lanzándose al vacío desde el tristemente célebre viaducto de Madrid.

“Los pasos del caído” no es sólo la biografía de un poeta maldito (o “maldecido”, como decía él) sino el retrato de un Madrid muy cercano en el tiempo, de vívida memoria pero lejano tacto, en el que pijos sin oficio ni beneficio, obreros pluriempleados, ejecutivos trabajadores y zombis sin rumbo compartían el mismo territorio paladeando, cada uno a su manera, el ansiado goce de la prometida libertad.







Quiero cerrar esta entrada con el poema que le escribió Haro Ibars a una de sus amantes, Nieves Almazul, titulado “Pecados más dulces que un zapato de raso”, que Gabinete Caligari trocó en pegadiza canción de la Movida:

Gula de tu vientre satinado;


envidia de tu sudor, que emana de ti;


avaricia de tus miradas;


ira de saberte lejos;


soberbia de que me hayas


elegido;


pereza de vivir sin ti.


Y -sobre todo-: lujuria,


lujuria abrasadora que


me hace desear la vida entera


cuando estoy contigo.


Fotografía: Eduardo Haro Ibars y Lirio (Alberto García Alix)
Bibliografía de Eduardo Haro Ibars:
Gay Rock, Ediciones Júcar, Madrid, 1975.
De qué van las drogas, La Piqueta, Madrid 1978.
Pérdidas blancas, Libros Dante, Madrid, 1978.
Empalador, La Banda de Moebius, Madrid, 1980.
Sex Fiction, Hiperión, Madrid, 1981.
En rojo, Libertarias, Madrid, 1985.
El polvo azul (Cuentos del nuevo mundo eléctrico), Libertarias, Madrid, 1985.
El libro de los héroes, Arnao, Madrid, 1985.
Intersecciones, Libertarias, Madrid, 1991.
Intersecciones, Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1991.
Obra poética, Huerga y Fierro, Madrid, 2001.
Varios autores, Sueños de la razón, Titanic, Madrid, 1978.

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